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El viejo y el mar





El sol se deshizo antes de tocar el horizonte. Como un furtivo fantasma dejó su lugar a las primeras estrellas.  Dos palmeras encuadraron la imagen. El agua ahora oscura por falta de luz permanecía inmóvil. Ni una brisa. La barca de un color incierto y desteñido por incontables días yacía inmóvil. El viejo en su eterna silla de madera intentaba ver más allá del mar. Soñando quizás con otros días.

Me acerqué despacio, como cada anochecer le alcancé una bandeja con la cena. Entonces buscando en lo profundo de su memoria comenzó a hablar despacio, con trabajo, pero luego sus ojos vueltos hacia si mismo entraban a otro tiempo. Allí estaba yo absorto escuchando cada palabra. Sintiendo viejas épocas del caribe. Aquellas islas. Aventuras, vida, pasiones, sueños y muerte.

Ahora la noche desplegaba sus estrellas. Puntos de luz bailoteando en el agua. Recuerdo sonidos, algún pájaro graznando. Peces voladores saltando en la oscuridad, atrapando luciérnagas. Aquel océano en silencio me decía una y otra vez que allí abajo la vida bullía. Cuantas veces me imaginé buceando en la noche. Soné tantas veces volar sobre un naufragio. Recorrer las cubiertas, acariciar el acero tapizado de vida. Un día bajé por primera vez con mi padre al Santa Victoria, poco quedaba del navío cubierto por el coral. No hay palabras que puedan describir mi emoción. La sensación de ingravidez y de libertad. Cuando mi padre me indicó que debíamos subir tuve la necesidad de quedarme allí abajo para siempre. Ser pez, ser agua, ser infinito. Llegar al abismo y volver una y otra vez a la inmensidad.

El viejo ahora viajaba en una Goleta, La Santa Martina, rumbo a la Isla del Diablo. Por aquel tiempo estaba aún la prisión. El viaje constituía un paseo por el infierno. Así pude conocer la amistad que hizo con Marcel, un preso liberado que optó -como otros- por quedarse en las derruidas viviendas de la isla. Supe de los muertos tirados al mar y el tan tan de la campana llamando a los tiburones.

En aquel viaje La Goleta afrontó un huracán. El viento aullaba locamente. Las jarcias sufrían por el inmenso esfuerzo. La lona de la mayor explotó. El capitán, un vasco duro como acero gritaba mil maldiciones. Una ola arrastró a dos de los hombres a la negrura de la noche. El viejo entonces, apenas un muchacho, sobrevivió a una de las más duras pruebas de un marino.

La luna ahora había subido rápidamente. Pude ver las luces de las chozas al otro lado de la laguna. Mi madre vino a buscarme. El viejo volvió a nosotros. Muy despacio llevó la comida a su boca y ya no dijo nada. Luego quizás se dormiría en su viejo Coy entre las dos palmeras frente a su choza. Mientras regresaba con mamá a casa absorbía a borbotones cada sonido de la noche, el croar de una rana, el chapotear de algún pez, el vuelo chirriante de un murciélago. El olor inconfundible de las glicinas explotaba ante mis sentidos extasiados. Antes de doblar la avenida de los cocoteros por última vez aquella noche me di vuelta y vi la imagen del viejo recortada sobre la inmensa luna, ahora casi blanca. Se había dormido allí mismo. .En casa luego de la cena, mientras mi padre encendía su pipa, aún me quedaban los últimos minutos del día para mirar por mi ventana a la bahía, que ahora dormía su sueño tranquilo. Sí aquella fue la mejor época de mi vida.






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