En aquella época de mis diez años solía caminar descalzo
cada mañana por la playa, dejando atrás las últimas casas de los isleños. La
Tortuga, esa pequeña isla que fuese el centro de la piratería y reuniera a los
famosos bucaneros, fue mi hogar. Mi padre viajando por el mundo nos dejaba con
mi madre en aquel paraíso. Ya no estaban los piratas, ni los viejos barcos a
vela. Como ocurre inexorablemente en la vida todo se acaba y finalmente se
olvida. Cada hombre de color me cuidaba, toda la naturaleza se abría
en mil colores para mis ojos. La selva con su verde rabioso emitía
sonidos, me saludaba.
Ahora cuando pienso en los peligros de cualquier
ciudad, recuerdo aquel tiempo feliz. Extraño sus gentes de sonrisa amplia,
hombres y mujeres castigadas, a veces por la miseria, pero simples y dispuestas
a la alegría, al tibio ron, y a la cadencia interminable de días de sol y
breves e intensas lluvias. Así, aquel día me alejé de casa rodeando la playa, hacia
el sur de la isla. Y allí estaba un bauprés de un metro, enterrado en parte en
la arena. Lo desenterré y pude extasiado leer claramente las letras marcadas
“El Olones”
Volví con mi tesoro a casa, cruce el arroyo esmeralda, que
salía brillante de la foresta, imaginaba cuantos secretos habría escuchado,
cuantos animales saciaran su sed en él. Sus aguas puras se diluían en el mar.
Grandes aves revoloteaban muy alto. Las inmensas fragatas
planeaban sin esfuerzo alguno, quería ser una de ellas y mirar tanta belleza.
Apareció la primera casucha. La vieja Craoqué ya tejía su
interminable red a la sombra de su destartalado techo, me llamó con un ademán y
me acerque a saludarla. Un puro cubano pendía de su boca sin dientes, vio mi
tesoro y me dijo “¿juntas madera ahora”? Le dije que era parte de algún
naufragio. Me senté un rato a la sombra y escuché una de las historias de
su niñez, cuando a sus abuelos los raptaron de las Costa de Marfil y los
trajeron a la isla. Siempre buscaba yo el dato interesante, nombraba a Barba
Roja, a Barba Negra, a Drake, a Morgan y tantos otros, en la espera que la
negra me dijese que algún pariente suyo los había visto.
Volví a casa y coloqué -como tantos otros objetos, en una
gran repisa- a la madera encontrada. Me olvide años de ella.
Mi madre un día hizo limpieza y así me desprendí a la fuerza
de muchas cosas que hoy quisiera tener. Cuando le tocó el turno al bauprés
coloque una hoja de papel sobre su superficie y copie sus letras.
Muchos años después, viviendo en los Estados Unidos ya era
periodista náutico. El director de la Revista, para la que trabajaba, me
llamó y me dijo que buscase información sobre un barco fantasma “El Olonés”.
Barco que se perdiera (según registros de la época) en las Antillas. Algunos de
los hombres de la tripulación se suponían habían sido vistos en diversas
tabernas en Jamaica. Pregunte por que era importante la historia. Asombrado el director
me dijo “cien millones a precio actual de oro en doblones” ¿es suficiente para
que investigues? Así salí al frío de New York en un durísimo invierno. Mientras
la nieve caía a borbotones, entre a un café cerré los ojos e imaginé estar
de vuelta en la Tortuga, en su tibieza, en sus cielos impecablemente azules. Imagine
pasar las fragatas en los altos y el viejo bauprés con sus letras reveladoras
saltaron a mi mente “El Olonés” yo tenía la prueba de su existencia. Corrí a
casa, busqué el viejo baúl. Entre cientos de fotografías, estaba el papel.
Lleno de emoción lo desplegué en la mesa. Las letras estaban allí. Ya podría
empezar quizás mi historia. Esa noche dormí mal, nunca recuerdo los sueños.
Cuando desperté confuso extrañas visiones de mares tardaban en deshacerse Una
imagen vino a mi mente, unas líneas que mostraban algo. Desayuné con una
extraña sensación. El papel sobre el borde de la mesa parecía llamarme. Lo puse
bajo una lámpara y entonces comprendí claramente que no eran SOLO letras, cada
palabra significaba un dibujo, cada dibujo un camino ¡era un plano! Alguien en
1760 en un viejo Bauprés -quizás- para no olvidarlo, dejo la señal. ¿Sería
acaso el camino al tesoro del Olonés, perdido para siempre?
Volé a Panamá y de allí Republica Dominicana para hacer
una navegación a la Tortuga.
Conocía cada palmo, cada camino. Alquilé un pequeño auto y
otra vez mis pies se posaban sobre aquella arena tibia y finísima. A esa altura
comprendía que el mapa indicaba un ingreso a la selva. Dejé el auto sobre la
arena y mojando mis pies en el arroyo aún claro ingresé en la foresta.
El calor del medio día cedía a la frescura de las altas
palmeras. La vegetación se cerraba más y más. Finalmente me arrastré por el
arroyo y llegué al centro mismo. Una pared de 20 metros permitía formar una
pequeña cascada. Flores de exorbitantes colores aprovechaban breves rayos de
sol. Estaba seguro que allí encontraría algo. Detrás de la cascada cientos de
helechos formaban otra pared verde. Comencé a arrancarlos y trabajosamente pude
abrir un pequeño paso para mi cuerpo. Exhausto entre en la caverna y encendí la
linterna. A solo unos pocos pasos de la entrada escondida un cofre de madera y
metal me esperaba. Dos esqueletos aún con jirones de ropa dormían su definitivo
sueño. Caí de rodillas, porque estaba seguro que en el cofre habría una
fortuna, y así fue. Con trabajo levante la tapa. Trecientos cincuenta doblones
brillaban casi riéndose ante la luz de la linterna. Escuche las voces de los
dos piratas muertos diciéndome ¡llegaste al fin! La isla entera me daba ahora la
bienvenida. Toda mi niñez desfilo como un caleidoscopio por mi mente. Mi madre
me llamaba, los nativos me saludaban y los mismos muertos me contaban la
historia del Olonés, repleto de oro, hundido en alguna tormenta. Los dos
marinos robaron una mínima pero valiosísima parte de su carga, la escondieron y
terminaron matándose. El plano en el bauprés fue dejado donde yo lo encontrara,
a la salida del arroyo. Lo habrían tirado cuando siguieron el agua hasta la
cueva. El mar lo tuvo oculto tanto tiempo y lo puso en el lugar justo quizás
para que yo lo encontrara. Apagué la linterna, allí solo con los dos muertos,
en la penumbra de la cueva, toda la belleza del caribe volvió a mí. Sus cielos,
sus mares tibios, el dolor de los esclavos, el saqueo de los europeos, el
sometimiento de los indígenas. Luchas, vida y muerte y finalmente olvido. Cerré
el arcón y salí solo con un doblón. ¿Saben? Algunos habían sido grabados con el
nombre del barco. Ya en la playa encendí el auto y regresé, ya
no estaba la vieja Craoqué murió muchos años antes. Su choza se fue con ella.
Con alguna lágrima volé a New York. Un lunes entré en la oficina del director,
en silencio coloqué una historia (sin contar) lo del cofre repleto de doblones.
Cambiando algunas partes. Me miró y me dijo ¿Y? Saqué de un bolsillo el viejo
doblón y lo puse sobre la nota. Como un gran ojo dorado encerraba vidas,
tristezas, esperanzas y muerte de un tiempo olvidado. ¿El tesoro? Preguntó el director.
-Esa es otra historia- le dije y salí de la oficina. Tras las ventanas la gran
ciudad gris soportaba el tenaz frío bajo la nieve.
Felicito al autor por crear una narración corta y estableceer la trama y dar el cierre impecablmente
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