A veces la vida nos sorprende, cuando creemos estar al
límite algo ocurre y las nubes siempre ominosas se abren y la luz invade
nuestra alma.
Largos inviernos en que la tristeza flota sobre nosotros
como la niebla de una mañana oscura y pegajosa. Doblamos una esquina y unos
ojos sorprendidos nos miran y una música suave, parece trepar entre las hojas
de los árboles que ahora son verdes y no grises. Sonreímos agradecidos ante el
giro extraordinario de nuestros días que creíamos acabados para siempre.
Creemos haberlo perdido todo, tocando casi fondo, sin embargo,
lo más preciado aún lo conservamos, y la vida misma nos lleva mansamente a
abrir una puerta jamás imaginada. Ante los ojos atónitos el más hermoso paisaje
se nos regala, damos el paso y ahora nos encontramos bajo un cielo de colores,
donde la brisa fresca nos acaricia.
Ahora el río de la vida -aunque sigue con agudas rocas- se
torna más calmo. Cada tanto la corriente nos acerca a una pequeña pero dorada
playa donde descansamos, contemplando las inquietas estrellas, que se mecen
indolentes en las aguas. Cerramos los ojos, que brillan con esperanzas,
como una pequeña vela que irradia su luz temblorosa pero segura hacia el
firmamento.
Soñamos alegres porque sabemos que al despertar alguien va
llamarnos, que otro ser es feliz si lo somos nosotros. Que ya no estamos solos,
que la caricia es verdadera, pura y necesariamente indispensable y que la
recibiremos de alguien que se alegra al vernos.
Otras veces, en esos días en que volvemos a sentir el
peso de la vida, los soportamos más fácilmente porque nos esperan para
hablarnos dulcemente, para mirarnos con el deseo de vernos bien.
Así caminamos calles, respiramos agitadamente el furor de la
ciudad y trepamos a los colectivos y ya los pies nos duelen un poco menos. El
alma ahora no pesa, la vida comienza a ser más liviana, los cielos más amplios
y la sonrisa más plena.
Llegarán seguramente mejores días. La primavera tanto tiempo
esperada, estallará alegremente ente nuestro espíritu cansado.
Yo te estaré esperando una y otra vez para acariciar -con
mis manos marineras- tu piel ávida de cariño.
Seré el artífice, el escultor de una nueva -quizás pequeña-
pero poderosa felicidad, que te llene de tranquilidad y de certezas. Que te dé
el aliento y la alegría, para que grites desde tu ventana a los cuatro vientos
¡somos dos! Y yo estaré allí. Entonces es probable que las buenas nuevas te
toquen y sientas que vivir es hermoso
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