Philippe y Marian se conocieron en la Bahía de San Norberto,
al norte de Miami, una tarde en que Philippe amarraba su barco. Casualmente Robert
conoció a Melinda en circunstancias similares. Robert también es
marino. Marian y Melinda al igual que sus esposos se hicieron amigas
rápidamente. ¿Yo? Un servidor, Black o Capitán Black a secas. El Caribe
-en cualquier sitio- es mi negocio. Pasear a quienes puedan pagarlo. Philippe
vino a mi oficina en el puerto, había adquirido una goleta de 46 pies y pensaba
junto a su esposa y sus amigos Robert y Melinda fletar el barco a algún lugar
tranquilo del caribe. Hablamos de mis servicios, honorarios, etc. Acordamos una
pronta reunión a fin de preparar itinerarios, y todo lo demás.
Prácticamente dejaban todo en mis manos. Hablamos de un mes largo. Así que me
esperaban días de sol, calor, playas y vaya a saber que más, uno nunca sabe.
Una semana antes del viaje, un lunes, fui invitado a
casa de Philippe, a fin de conocernos. Las dos parejas y yo viviríamos una semana en
su casa. Pertrechado con diversas cartas náuticas llegue una mañana de avanzada
primavera. Philippe me dio la bienvenida y me presentó inmediatamente
a Robert. Ambos de unos treinta y cinco años, un poco más bajos que yo (mido un
metro noventa) me mostraron mi habitación. Luego recorrí la casa realmente
deslumbrante, rodeada de un vasto parque. Canchas de tenis, una gran
piscina, solárium, etc. En cuanto estuve listo me presenté en la piscina, donde
bajo una generosa carpa comeríamos. Ocurrió algo inesperado, que realmente me
turbó. Philippe me llamó al borde de la piscina y sonriente me dijo- aquí
está Marian, en ese momento del agua surgió una visión extraordinaria. Aún
más joven que su esposo, mostraba su escultural cuerpo, apenas cubierto por una
mínima bikini rojo. Sus pechos exuberantes brillaban satisfechos, bajos los
tibios rayos solares. Pequeñas gotas de agua resbalaban lentamente hacia su estómago
y mojaban tiernamente su sexo. Yo en mi lujuria presentía como dos labios
carnosos rodeados apenas de un rubio vello. Ella se ofrecía completa. Pude
sentirme dentro de ella. Casi oír sus gemidos. Entonces, cuando comenzaba
locamente a sentir una erección mi mente rompió el hechizo y la salude con una
vos casi ininteligible. Yo que me jacto de ser el marino que más mujeres ha
hecho disfrutar en todo el litoral marino. Luego de esa escena, mientras nos
sentábamos a almorzar, llegó en un auto convertible Melinda. Su pelo
rojizo bailaba al viento. Un pequeño vestido rojo resaltaba su cuerpo perfecto.
Curiosamente las dos chicas son muy parecidas, aunque Marian es morocha y
Melinda pelirroja. Ambas de un metro setenta, como a mí me gustan más bajas que
yo, son más manejables (en la cama, claro).
Melinda me saludó efusivamente, se alegró de mi estadía e
hizo votos para que fuesen las mejores vacaciones. -Yo estaré trabajando- le
dije- Melinda me retó: ¡de ninguna manera!, si bien tu eres el Capitán no
hablaremos de trabajo, ¡todos a divertirnos!
Otra visión fascinante nos sirvió la comida. Una chica
de color, de no más de veinticinco años, de un escaso metro sesenta,
negra, con rasgos claramente blancos. Con un pequeñísimo delantal (por toda
ropa), se movía alrededor nuestro con un andar felino. No dijo palabra, pero de
pronto (mientras yo calculaba el tamaño de sus pezones) se quedó unos instantes
mirándome, hasta que Melinda dijo con vos severa Meri, ya está, puedes ir. Se
alejaba y miraba sus nalgas negras, altas y duras. ¡Dios mío! No sería nada fácil Comimos,
charlamos y mencioné que me retiraría a descansar. Por la noche definiríamos la
ruta a seguir. Melinda dijo que descansaría y Marian le preguntó a su
esposo si la necesitaría, Robert tiernamente la dejó marchar. Ambos amigos
se quedaron en la piscina. Yo estaba aún sentado, Melinda pasó al lado de
Marian y vi claramente como ambas, disimuladamente se rozaban las manos,
entonces, mientras me levantaba miré a ambas y en sus ojos hablaba un secreto.
Tratando de aceptar que aquellas miradas y caricias solo
eran casualidades, traté de dormir. Un rato después unos sonidos me
despertaron. Escuchaba unos murmullos al lado de mi habitación. Yo estaba en la
del medio. A cada lado se encontraba otro dormitorio, para cada pareja.
Intrigado me levanté y salí al corredor, la habitación de la derecha tenía la
puerta entreabierta. Los sonidos provenían de allí. Justo enfrente de mí, un
ventanal me permitió ver a Philippe y Robert durmiendo bajo el sol. Sin hacer
ruido miré dentro de la habitación y quedé estupefacto. Allí estaba Melinda,
acariciando muy suavemente a Marian, que estaba tendida en la cama. De rodillas
Melinda la consolaba (Marian lloraba dulcemente). Todo podría haber sido
causado por alguna pelea entre las chicas y los maridos, pero Melinda
estaba sin su sostén y mostraba a la tenue luz de la sala, sus magníficos
pechos blancos. Melinda los acariciaba. Los besaba y le decía -no temas- vas a
estar bien, mi palomita, voy a darte todo lo que quieras. Te quiero tanto.
Luego le sacó la malla y quedó desnuda sobre las sábanas blancas. Yo
seguí allí. Miraba aterrorizado a los dos maridos y volvía la vista a ese
cuadro de extremada ternura. Melinda se desnudó y puede comprobar el pequeño
vello rojizo que pudorosamente tapizaba apenas ese manjar profundo. Ambas se
abrazaron. Melinda besó con mucha dulzura a su compañera y poco a poco
llegó con su lengua entre las piernas de Marian. Un beso profundo, que
seguramente rozaba una y otra vez el clítoris, hizo gemir y luego gritar a
Marian. Sus piernas temblaban. Toda ella se sacudía con frenesí y tuvo un
orgasmo brutal. Con pasión acostó a Melinda, puso su sexo contra el de ella y
ambas comenzaron un juego de subir y bajar, hasta que explotaron en un frenesí
de placer. Yo volvía a mirar a los dos maridos. Las chicas volvieron otra vez a
amarse, esta vez fue Marian quien bajó al sexo de su amiga y lo besó
mientras ella misma se acariciaba el suyo. Cuando ambas muy abrazadas
terminaron, alguien detrás de mí apareció, era la negrita hermosa. Entonces
Marian aun totalmente desnuda abrió la puerta, me hizo pasar seguido por la
negrita. Capi!. dijo- espero que no te hayamos sorprendido y que no tengas
prejuicios. Estarás muy excitado. Yo tartamudeando, pensando en los dos maridos
o los ¡dos! Solo dije ¡no hay problema!, mirando a la puerta.
Melinda se paró. Me abrazo, sentí el calor de su carne tan deseada y me besó-
espero que no te moleste que estuve besando a Marian tiene un gusto muy
rico, no te hagas problema por los muchachos, duermen como troncos, Liza te
acompañará, es muy buena, ve con ella y disfruta tu siesta.
Efectivamente Lisa vino a mi habitación, se denudó sin decir
palabras, me tumbo desnudo sobre la cama. Subida arriba mío, sintiendo el calor
de su sexo sobre mi espalda. Sus manos maravillosas aflojaron todas mis
tensiones. Después me dio vuelta y puso dos de sus suaves dedos en mi sexo, mientras
lo acariciaba tan despacio que el placer subía en oleadas y parecía no
acabar más. Finalmente la penetré y gimió muchas veces. Tuvo no menos de ocho
orgasmos, unos muy largos, besé su sexo hasta el cansancio. Finalmente, sin
decir palabras se bañó y se fue. Agotado, en una noche cálida desplegué las
cartas náuticas sobre una gran mesa. Los dos maridos miraban y hacían
comentarios sobre los vientos de la temporada, lugares donde nos quedaríamos
algunos días, etc. Yo no estaba, a esa altura para explicar nada. Me preocupaba
por saber si esos dos tíos atléticos no sería dos gays que me correrían por
todo el barco. Porque yo tenía la idea fija de voltearme a sus dos mujeres, y a
la negrita también (si podía), pero con los dos tipos habría que andar con
cuidado. Así acabó aquel día de locos. Que se repetiría de la misma forma.
Nunca vi a ningunos de los dos hombres con sus mujeres.
El último día antes de la partida todos menos Marian se
fueron a comprar las provisiones para el viaje. La negrita fue mandada también
por orden suya ¡Así que nos quedamos solos! Bueno que puedo contarles, fui a su
habitación y le dije lo hermosa que era. Me dejó que la desnudara, me
pidió que la penetrara por donde quisiera, pero que ella tenía un pequeño vicio
que compartiría conmigo. Me pidió que le atara las manos al borde de la cama,
estando ella de rodillas, que la vendara. Preparó un vibrador. Un pequeño
látigo -que, por la suavidad de su cola, no podía hacer daño- me exigió que le
azotara las nalgas una y otra vez, luego me pidió el vibrador en su sexo y otra
vez el látigo. Después hicimos el amor (Marian también tuvo muchos orgasmos) y
me dio mucho más de lo esperado. Su piel tersa y perfectamente bronceada dejaba
correr algunas gotas de sudor que se deslizaba buscando los labios abiertos de
su sexo tibio, dulce, generoso y húmedo, que me brindó ese día y otros después
Que puedo contarles a ustedes para no aburrirlos, el viaje se
realizó tal como lo planeamos. En una isla a Melinda se le ocurrió que
nadáramos junto con la negrita y Marian a la playa, de noche. Los hombres se
quedaron. Llegamos en una noche de luna a un claro entre varias palmeras.
Marian fue desnudada y atada a una palmera, Luego mientras Melinda golpeaba las
nalgas con una rama -a modo de látigo- la negrita le besaba el sexo
abierto. Ella gritaba y gemía, Un poco de dolor y todo el placer. Luego fue el
turno de Melinda que pidió que yo la penetrara mientras Marian (por otro lado,
le aplicaba el vibrador). Más gritos, más gemidos. La luna arriba, entre el follaje, nos
iluminaba indiferente en una orgía de caricias, mimos, suspiros, gritos,
pedidos y besos. La negrita (que no dejó de hacer el amor durante el viaje cada
vez que pudo conmigo) me tumbó en la arena. Las chicas estaban abrazadas
mirándonos y acariciándose el sexo una a la otra. No recuerdo como volvimos
nadando al barco (estaba a más de cien metros), la negrita me ayudó dos veces.
Nunca en todo el viaje vi a los matrimonios juntos. No supe qué
diablos pasaba allí. Cada noche (salvo esa que bajamos a la playa) escuché a
las chicas gozarse locamente. Y tocarse cada vez que sus maridos estaban en
tierra. Un día a pleno sol, Marian puso a Melinda en una mesa, la desnudó le
acarició el sexo, luego me pidió que la poseyera en esa posición, mientras ella
se acariciaba así misma.
Esa es la historia. Nunca supe de los dos maridos, que me
pagaron lo acordado más una suculenta propina y me agradecieron “por todo”.
Desde entonces he llevado en diversos barcos a mucha gente. Más de una vez las
mujeres se me “tiraron” buscando compañía, claro, las más “joven” me doblaba la
edad, y si yo hubiese aceptado, a sus maridos tampoco les habría importado.
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