Era un delicioso anochecer de julio y el aire olía a
pinos. De vez en cuando oía a las palomas que se arrullaban con su dulce voz, o
divisaba escondido entre los helechos el pecho dorado de un faisán.
Pequeñas ardillas espiaban su paso desde la copa de las hayas, y los conejos
escapaban entre la maleza o sobre la hierba, con los rabitos blancos tiesos en
el aire. Sin embargo, al entrar en la avenida que conducía al castillo de
Canterville, el cielo quedó repentinamente cubierto de nubes, un misterioso
silencio pareció invadir la atmósfera, una gran bandada de cornejas voló
calladamente sobre sus cabezas y antes que llegaran al castillo, habían caído
ya las primeras gotas de lluvia. Él amaba aquellos momentos de sutil
melancolía. Justo cuando el día se deshacía en mil colores suaves,
casi tibios, hasta que el cielo cargado de ocres pasaba a un uniforme
azulado y las estrellas se reflejaban en charcos como aquellos.
El Ciervo, que lo acompañaba, terminó perdiéndose detrás de
los oscuros nogales. Estaba de nuevo solo, mientras la
noche lo envolvía y miles de perfumes tocaban con delicadeza sus
exquisitos sentidos. Decidió quedarse un rato más, quizás dormir bajo los
grandes árboles. Cubrirse solo con el delicado rocío, acunarse con
el embeleso de la armonía de los búhos, y aquel rumor lejano, del arroyo en lo
profundo de la foresta.
Despertó cuando un colibrí se posó sobre su pelambre. El sol
se había elevado y en el aire brincaban alegres mariposas. Se habían abierto
inmensas flores rojas y otras muy pequeñas, tapizaban los costados del sendero.
Aquella mañana no volvió al castillo. Buscaba calor, luz, colores, aromas. La
compañía de los pájaros y hasta aquellos miles de ojos que espiaban su paso, era para
él amistad. Siguió bajando la colina, el bosque se espesaba, pocos rayos de sol
tocaban el piso. Sus grandes pies dejaban profundas huellas. Sentía por
ello pena, por haber podido matar a algunos insectos. Amaba cada lugar, cada
hoja, cada brillo maravilloso de luz filtrándose entre las ramas. Entonces
detenía su paso y soñaba que en algún lugar el bosque terminaba y que más allá
de las montañas azules, existía otro mundo aún más bello que el suyo, Entonces
lloraba, arrodillado sobre las hojas muertas, su triste destino. Quería tocar
otras manos. En un arrebato de desesperación, de su garganta surgió un
sonido agudo, una serie de notas que mostraba un dolor tan agudo, que el
bosque entero calló. Finalmente, más calmado llegó al lugar donde el arroyo
descansaba su paso en un remanso que parecía una esmeralda en lo profundo
del bosque. Las grandes raíces ávidas, bebían aquella agua tan pura. Sació
su apetito con las bayas más dulces que los arbustos le ofrecían. Volvió a
dormir imaginando otros lugares, pero todos siempre eran iguales a aquel
bosque. Volvió al castillo.
Ahora recorría los amplios salones mientras prendía cada una
las antorchas que colgaban de las paredes. Allí no estaba la música de afuera.
Cada piedra, cada pasadizo, cada ventana tapiada lo sumía en un enorme
desasosiego. Entonces volvía a mirar los viejos arcones y otra vez
encontraba objetos indefinidos que carecían de sentido para él. Espadas y otras
armas. Ropajes. Su gran tesoro lo había encontrado hacía ya mucho tiempo, era
una cajita de música. Aquel hermoso sonido también se detuvo un día y no
volvió a alegrar sus oídos.
El siguiente día trajo a su monótona vida un hecho
extraordinario, por pura casualidad encontró otro pasadizo. Una angosta escalera subía
hacia algún lado.
Con el corazón saltando en el pecho, trepó y
trepó. Aquella subida no terminaba nunca. De la húmeda piedra
chorreaban telarañas, como queriendo detenerlo. Al fin llegó a una habitación
pequeña, un pedazo de roca se había desprendido y un rayo de pura luz
iluminaba el recinto, Se acercó con temor y miró por el hueco, por aquel ojo
único del castillo. Estaba muy alto, tanto que aquella torre no podía ser vista
desde afuera. A lo lejos las montañas azules se veían aun inmensamente altas y
el bosque no tenía fin. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra vio el arcón, inmenso,
como una bestia esperando. Hacía mucho tiempo que alguien lo había
puesto allí, tal vez pensando en ese momento. Lo abrió con temor, el
mundo que él quería no estaba más allá de su mundo. Sus garras tocaron una caja
de piel suave. Todas las fotografías se desparramaron ante sus ojos atónitos. Y
vio ciudades, hombre y mujeres, sintió la alegría enorme de comprender que, en
algún lugar, aún más allá de las montañas estaba ese mundo. Su corazón se
agitó, todo su ser, su feroz cabeza irradiaba el éxtasis de la felicidad.
Se levantó con una de las fotografías en sus garras, entonces vio el gran
espejo ovalado y por primera vez contempló estupefacto su horrible
aspecto. Desde aquel cartón la sonrisa de un verdadero hombre, parecía
mirarlo. En el colmo del sufrimiento, rota ya la inocencia supo que era y que
aquel mundo que tanto deseara nunca podría ser el suyo. Su grito
atroz, su llanto colmado de pena rompió el espejo. Desde entonces, aquel
ciervo, que a veces lo acompañaba dejó de verlo. Las ardillas se quedaron más
calladas. Los lirios se abrieron, los pájaros dejaron de frecuentar
aquellos senderos. La brisa misma pareció llevar toda la congoja del bosque. Y
los cielos tan bellos antes no dejaron ver nunca más a las estrellas porque ya
no había ojos para mirarlas.
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