Un cuento breve de Jorge Luis Borges "Los dos reyes y los dos laberintos" me acercó a la idea que en ésta vida damos vueltas en un círculo inventado para marearnos. Para hacernos creer que debemos vender nuestras vidas. Cambiar nuestros preciosos (y únicos) días por simples papeles que llamamos dinero. Necesarios, pero no imprescindibles. Y allí vamos perdiéndonos a cada paso. Alejándonos de la simple verdad: no elegimos, solo somos parte del macabro juego.
Siendo yo un niño, mi abuelo
me narró una aventura. Él viajaba, como primer oficial en un barco carguero, en
los lejanos mares índicos. No recuerdo por qué razón la nave hizo escala en una
remota isla. Desembarcaron en una precaria chalupa (el lugar carecía de
desembarcadero)
Dos días permaneció allí,
junto al capitán. Posiblemente compraban perlas a los nativos (recuerdo haber
visto algunas en su casa)
Un viejo isleño, arrugado
por miles de soles y con una voz casi gutural, en un retorcido inglés balbuceó
lo que sigue, mi abuelo tal vez por inspirarle compasión, se sentó en un tronco
a su lado. “Yo era muy pequeño cuando toda la tribu fue a la playa. Unos
grandes barcos, que nunca habíamos visto, altos como árboles, estaban frente a
nuestra isla. De ellos bajaron en cortos botes, extraños hombres con ropas que
brillaban. Pasaron varias lunas. Mi padre nos contaba que debíamos dejar a
nuestros dioses. Al sol, que nos había protegido hasta entonces, al mar que nos
alimentaba, a la foresta que nos proveía de hierbas curativas y animales. Yo no
entendía. Entonces él puso sobre nuestra mesa una cosa rectangular, que luego
supe era un libro, con una extraña cruz.
Así adoramos a un único
Dios. Años después ellos nos hicieron cortar la selva y trabajar la tierra. Nos
dijeron que éramos libres y que ahora cobraríamos con trozos de metal por lo
que hacíamos. Recuerdo a mi madre preguntar ¿para qué sirven esos metales?
Ya siendo un muchacho la
foresta casi había desaparecido y también los animales. Los blancos trajeron
tiendas y luego llegaron más y más gentes. Nuestras chozas, a la orilla de la
playa, desaparecieron. Se hizo difícil caminar por las innumerables callecitas
que dando vueltas y vueltas conducían al centro de la isla. El arrecife murió,
arrasado por los deshechos tirados al mar. Algunos de los isleños reían a y
adoraban a los blancos, ahora disfrutaban de la energía eléctrica. Y llegaron
grandes mejoras, aparatos eléctricos que nunca habíamos visto.
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