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En un día de lluvia





El día amaneció nublado. Las bajas nubes amenazaban otra vez lluvia. No obstante, la jornada de buceo había sido pagada y nada perdía con dirigirme al muelle y ver qué pasaba. La noche anterior cargué el equipo en el auto, así que solo con un café salí con menos de 15 minutos para llegar al muelle. Fue en enero. Junto a unos amigos alquilamos en aquel lugar de Brasil una hermosa casa, y yo tuve las islas tan cerca, con esa agua cálida y limpia. Todo rodeado por la selva. Morros y más morros, subiendo y bajando por un terreno abrupto, con sus caminos de tierra entre pequeños pueblos de pescadores. Cada subida con el auto constituía una autentica aventura. Tan alejados de edificios, calles, semáforos y multitudes. Porto Bello, es uno de esos lugares, escondidos, fuera de los mapas. Allí hay varias penínsulas que encierran joyas de arena y aguas verdosas. Aguas que toman ese color por la intensa foresta que sube a los montes que las rodean. Sí, son hermosas, y a veces entre tanto verde, junto a grandes rocas o altos árboles, surgen pequeñas y maravillosas casas de madera, desde donde se accede, por una escalera serpenteante, hasta esas playas de arena tan blanca. Cuantos misterios, cuanto encanto, luz y color para los ojos tan cansados del cemento. Y allí estaba recorriendo las breves calles del pueblo, para subir por la única calle asfaltada al primer morro. Arriba la montaña se abre para dejar paso rápidamente hacia abajo. Curvas y el mar (que cuando hay sol, es intensamente azul). Pero entonces comenzó a llover y el horizonte fue tapado por una niebla gruesa. Allí tendríamos que navegar, más atrás de la niebla, buscando a alguna de las islas donde poder sumergirnos. Sí, el día solo servía para seguir en la cama. Poco después bajé el equipo y abordé el barco. La empresa que realiza excursiones de buceo tiene un curioso nombre Pata da Cobra.

EL barco está muy bien equipado para la actividad, con toda clase de equipos y gente bien preparada. Esa mañana solo contaban con cuatro pasajeros, dos brasileros, otro argentino y yo, verdaderos entusiastas del mundo submarino. Diariamente, en épocas de verano, hay cerca de veinte pasajeros que practican el deporte. Finalmente, el barco partió bajo una intensa lluvia. Al poco rato comenzó a zarandearse por efectos de tres días de resaca y marejada. Con preocupación   miraba aquel mar de agua tan limpia, pero ahora movida y peligrosa. Cuando finalmente llegáramos, me equiparía y debería saltar a aquellas aguas. Mi preparación física es nula así que el buceo se presentaba con dificultades. Mi pareja de buceo fue un jujeño que estaba dando exámenes para buzo profesional. Yo lo acompañaría en una de sus prácticas. Finalmente llegamos a la isla Galesa o Galé como ellos suelen llamarla. Yo me sumergí algunas veces allí, pero esta vez, como éramos solo cuatro y no venían los turistas a los que se les da un breve bautismo de buceo, no nos llevaron a la zona de reparo. Estábamos en un sector abierto. El movimiento y las corrientes amenazaban nuestra seguridad, pero arriba quedaban los instructores. Donde nos viesen en apuros, nos buscarían. Al fin me enfundé en un traje enterizo de neoprene (un traje térmico), me coloqué el botellón, que trae incorporado un chaleco que uno puede inflar con solo apretar un botón. Un elemento que es obligatorio y que proporciona mucha seguridad, tal como flotar en superficie cuando se está muy cansado. El botellón provee aire y se carga a trescientos kilos, un marcador de presión interna del equipo indica cuánto aire queda, los controles para inflar y vaciar el chaleco, dos boquillas que proveen el aire, un marcador de profundidad, etc. Cuando tuve puesto todos esos aparatos, baje al bote de goma junto a los otros tres compañeros. El uso del bote significaba que llegar a la boya a nado resultaría imposible por las condiciones del mar. Así que allí estaba zarandeándome, mientras llovía copiosamente y con un mar medianamente peligroso. A veces en circunstancias parecidas uno se pregunta para qué estamos allí arriesgándonos, pero siempre puede más el deseo por la aventura y la fascinante sensación de estar en otro mundo, con una dimensión más. Volando libremente, sin peso. Me dejé caer hacia atrás y mil burbujas me envolvieron. Se acercó mi compañero y bajamos por la boya hacia el naufragio.

Ahora todo estaba de maravillas, abajo a unos quince metros descansa para siempre un gran barco que se fue a pique hace muchos años. Curiosamente no sé su nombre. Nos reservaron la sorpresa hasta el final.  Y en la peor de las condiciones, con un cielo encapotado y lluvioso, otros tres y yo fuimos los elegidos para semejante aventura. ¡Ver un barco hundido en un día de lluvia realmente maravilloso!  ¿Pero hay luz a esa profundidad en un día sin sol?   Veamos, descendimos hasta el fondo y nos deslizamos entre grandes rocas, veíamos a más de 10 metros en línea recta. A los pocos minutos el fondo empezó a salpicarse de restos metálicos, caños, mástiles, etc. El barco estaba muy cerca., de pronto ante mis ojos maravillados apareció la popa. El barco se hundió quedando a 90 grados respecto del fondo. Si hubiese habido más profundidad se hubiese puesto boca abajo. Este barco transportaba cristales. Hay muchos desparramado por el fondo. Allí estaba yo rodeando el barco mirando las escotillas por la que alguna vez entraba y salía gente. Un naufragio es de por sí sinónimo de tumba, de final, de tragedia. Y la gente a veces piensa si no es peligroso acercarse a los restos de algún barco. Claro que no lo es, si uno adrede no hace algo peligroso. Para un buzo un naufragio es aventura, es maravilla, es vida.  Pronto pudimos disfrutar a cientos de peces que viven en aquel barco, grandes, chicos. Está   totalmente cubierto de moluscos y es el refugio ideal para varias especies. Rodeamos tres veces a aquel naufragio, disfrutamos intensamente aquella zambullida en un día de lluvia. Estuvimos en sus cubiertas, nadamos por debajo de algunos mástiles, que están inclinados entre el barco y el fondo. Varias veces detuve mi respiración para acercarme cara a cara con algún pez y mirarnos. Grandes estrellas de mar, y otros animales que no conozco, se nos ofrecieron a nuestros ojos fascinados. Subimos, bajamos, volamos entre los mástiles. Recuerdo que en la parte más profunda recorrimos el piso bordeando toda la quilla. Y volvimos a ir y venir con peces de medio metro, que en cardumen utilizan un sector del barco para detenerse. Otros peces comían arrancando algún alimento de las rocas cercanas.  Las esponjas, cubriendo las rocas, nos regalaron su amarillo intenso y acaricié su tersura. Arriba, lejos de allí, mi familia y mis amigos   se enojaban por un día de lluvia.  Yo sentí intensamente cada mirada de aquellos peces, el silencio de aquel barco que ya muerto da tanta vida. Mis burbujas buscaban la superficie, yo quise seguir allí a bajo, ser agua, ser pez o ser simplemente yo, pudiendo volver una y otra vez aquel fondo radiante de vida, pero hacía rato que la reserva de aire se acercaba al límite y debíamos subir. Bajo el agua la gente supone que debe ser muy fácil ahogarse, pero cuando uno disfruta la profundidad, cuando uno se siente libre y vuela a media agua, resulta que nos olvidamos de la superficie, pero uno se cansa y eso es lo que nos hace recordar, que somos de otro mundo, pero que tuvimos el inmenso privilegio de estar allí abajo y tocar durante 40 o 50 minutos   un mundo hermoso. Subimos, arriba la superficie parecía ser un inmenso espejo roto que se balanceaba.  En la superficie inflé el chaleco y traté de volver pataleando hasta el barco. La corriente me alejó cada vez más, mis piernas comenzaron a sentir el cansancio. Por suerte el bote se acercó y me remolcó hasta el barco. De regreso a la casa me preguntaron como lo había pasado en un día tan horrible. ¿Qué podía decir?  No hay palabras que expresen un sentimiento como el de estar libre y en silencio en la profundidad.



1 comentario:

  1. Que hermosa descripción de las profundidaes y que hermosa experiencia

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