
La mañana había amanecido fría y sin nubes. Tibios rayos del sol iluminaban
el pueblo. Desde lo alto de la montaña parecía pequeño y silencioso, limpio.
Despertaba lentamente. Lo había elegido antes de ver otros. Toda esa belleza le
irradiaba fuerzas. Era la paz que tanto añorara.
Él lo podía ver todo, incluso mucho más allá. Cualquier, pueblo o ciudad en
el mundo. Cerró sus ojos (ahora humanos).
Era de noche en la vieja ciudad de Rachandra.. Sus
habitantes, envueltos por antiguos dioses, Deambulaban buscando refugio en los
callejones sucios. Otros dormían sus sueños en cómodas literas. Todos adoraban,
a las deidades. Muchos limpiaban sus cuerpos en el sucio Ganges. Vio fuegos,
eran los cuerpos que se incineraban en las calles.
Cientos de personas vivían sus vidas atrapadas. Sus
almas confiscadas no podían imaginar la belleza. Él cerró los ojos atribulado,
cansado, triste. Al abrirlos, el pueblo hermoso brillaba. Los primeros rayos
del sol pintaban cada calle, cada árbol, cada casa, cada lugar. Desde lo alto de una de las montañas repleta
de pinos. disfrutaba ese despertar. Imaginaba a sus habitantes protegidos allá
abajo, cobijados, cuidados, tranquilos. Imaginaba que todo, todo debería ser
así. Lo deseaba más que nada. Todo limpio, pulcro, en paz. Para eso era el
mundo. Una pequeña isla en el infinito del tiempo. Un oasis perdido entre la
inmensidad y la eternidad. Un chispazo de inquietud interrumpió su descanso. Él
Desdeñaba las inmensas ciudades. El ruido lo ahogaba, igual que las
muchedumbres. En esos momentos hastiado huía y se culpaba.
Era su soledad más absoluta, en los eones del universo, necesitaba regresar
al pequeño y hermoso planeta azul.
Sufría atormentándose, preguntándose ¿Cómo podría florecer la primavera?
¿Perecerían las almas en lo infinito del tiempo? ¿Sufrirían las estrellas su
agonía? ¿Perduraría el amor?
Volvía siempre a la esfera azul que tanto amaba. Regresaba, luego de ver
las fuerzas titánicas, de la creación, que él había desatado. Inmensos soles
que nacían y morían. Incontables mundos tragados una y otra vez. Nacimiento y
muerte, repetidas hasta el hartazgo. Ya nada lo calmaba. Nada
Añoraba al pequeño planeta aun sabiendo que todo intento sería falaz. Allí
estaba, el creador del infinito sentado entre pinos.
El pueblo despertaba con delicadeza.
Otra vez una nube oscura interrumpió aquella tranquilidad.
Pensó en las ciudades atestadas, en un mundo cansado de soportar tanta
tensión.
Quería, deseaba, necesitaba que todo cambiara. Regresar a la naturaleza, al
descanso del espíritu. Los hombres seguían corriendo hacia la nada. Destrozando
la armonía. La perfección de los ciclos. La música que emanaba de cada ser vivo
no humano. Los árboles que respiraban y él los sentía. Las aves y cualquier
otro animal en la armónica música de lo sublime. Sí, todavía quedaba eso. El
planeta lograba respira a pesar de los humos. De los ríos ahora turbios, que
corrían a los mares cansados.
Esta vez se sentía extraño, tenso. El planeta parecía silencioso. Como si
todas las máquinas se hubiesen callado. Respiró profundamente el aire
intensamente limpio. y volvió su vista hacia el pueblo. Le extrañaron sus
calles desiertas.
Su aspecto era como el de cualquier viajero. El sol ya estaba alto y bajó a
las calles. Necesitaba esa forma, entonces los vio. En una esquina cuatro
ciervos cruzaban la calle. Varios animales pequeños correteaban por una
gasolinera. Esa visión maravillosa lo puso en alerta. ¿Acaso los hombres habían
huido?
El único sonido era el del viento en los pinares. Llegó hasta el ciervo que
seguía olfateando. Entonces lo humano afloró en su ser. Por primera vez deseó
un desayuno. El olor del café y las tostadas explotaron con urgencia. Sonrió,
tan humano y tan simple. No necesitaba alimentarse. Era (parecía) un hombre
más.
El bar de la gasolinera estaba cerrado. Golpeó el vidrio, debía estar
abierto. Un minuto, luego dos. Volvió a golpear. Una mujer, con su rostro
cubierto. Le gritó desde adentro ¡Váyase! ¡Váyase! Aturdido buscó la calle
principal. Dos bares más estaban cerrados.
Él que todo lo sabía. Él que había elegido ese pueblo, lo echaban. Una
alarma sacudió su cuerpo. Podía en ese momento ir a cualquier ciudad, Estar al
instante en cualquier lugar del mundo. Un temor sordo, sucio, pegajoso se
agrandaba. Como una raíz viscosa se le aferraba a cada pierna. Algo ocurría y
no quería saberlo. Si algo le pasaba a esa pequeña esfera azul, Porque él la
amaba, más que a cualquier otro punto en el universo´ De pronto se sintió
inmensamente solo. Un agente de policía se le acercó, También tenía parte de la
cara tapada. Le exigió que se retirara del pueblo. Pudo haberle preguntado,
pero n i a un Dios se le puede ocultar la verdad.
Fue de país a país, Escuchó como el mundo se detenía. Las gentes
encerradas. El terror se difundía como el viento. Sí, morían personas, pero no
tantas.
El planeta se había detenido, Aturdido, confundido se encontró en un viejo
bar en Bangkok. sospechó otra vez de los líderes que manejaban la esfera azul.
Había contemplado lo aterrador del poder humano. En cada viaje, en cada época que eligiera
había siso igual. El monstruo tenía mil caras. A veces adoraban deidades que a
él le hacían reír. Otras creaban guerras y dolores infinitos. Pero siempre
indefectiblemente el dolor tronaba. Y volvía a preguntarse una y otra vez ¿cómo
lo había permitido?
Los mundos que él conocía no podían ser contados.
Con sus sueños y el tiempo había creado un mundo casi mágico, Repleto del
agua, cuna de toda vida. Verde y azul, dorado y escarlata. Negro en las noches
estrelladas. Y una luna que corría en los cielos, mientras los hombres soñaban.
Amaba, más allá de todo límite ese mundo. Ahora veía como los líderes se
aferraban al monstruo. Un Prometeo que había roto las cadenas. Una caja de
pandora que desparramaba su simiente. Los hombres se escondían, temblaban. como
un animal golpeado furiosamente,
Cómo en épocas de oscuridad sin razón, Nada parecía haber cambiado. Pero
ahora ¿Cómo se habían dejado convencer? Los esbirros usaban al monstruo
amplificándolo, sublimándolo, casi agradeciéndole su presencia. Un anciano se
sentó a su lado. Sus ropas raídas mostraban su profunda pobreza. Es la primera
vez que un humano le dirigía la palabra. – ¿Usted qué cree sobre toda esta
locura? – le preguntó. Y él, justamente él no supo que responderle. La lluvia
lo encontró guarecido precariamente.
Como un vagabundo más -Dos mujeres con sus rostros cubiertos, le dejaron
un cuenco con comida. Y sintió como humano compasión y tristeza.
Él había sembrado (eones antes) las semillas para que ojos y manos
acariciaran la gramilla, viesen correr las nubes. Saciaran su sed con agua
fresca. Les había dado las noches repletas de estrellas, El blanco de las
montañas, el verde de selvas, los ríos cantarines o bulliciosos. Las playas
serenas, los mares bravíos. Les había dejado los incontables colores. El dorado
de los desiertos, el blanco de los fríos. Los profundos abismos marinos,
repletos de secretos por descubrir, El hálito de la vida misma que latía con el
planeta. La luz para señalarles los caminos. Las antorchas en las noches para
sentirse seguros. Las semillas para hacer explotar la vida. La lluvia para
refrescarse. El sol para calentarlos y guiarlos en el espacio infinito. Las
estrellas para que soñaran con alcanzarlas algún día. Eras incontables para
surgir cada vez a una vida mejor. Los alimentó, los cuidó. Dejó que el planeta
latiera en la soledad de vacío. Le permitió al sol brillar incontables siglos,
para darles tiempo. No les enseñó nada, solo le entregó un mundo maravilloso. Y
el libre albedrío.
Ahora algunos, habían soltado a un monstruo., extendido junto al pánico. Y
otra vez, unos pocos azuzaron la ignorancia. Cosecharon la subordinación de los
hombres, que, sin saber la verdad, se dejaron llevar. Algunos morían y esas
muertes potenciaron al monstruo. El temor cerró los ojos y calló a los
corazones. Se encerraron en lo más profundo de la ignorancia. Escondidos en sus
hogares, Mirando las puertas con terror. Y el mundo pudo respirar unos
momentos. Los animales salieron de sus guaridas Y los humanos se escabulleron a
las suyas. Y él, por primera vez dejó rodar lágrimas. Mientras la lluvia lo empapaba. Se culpó de
cada cosa que habrá salido mal. Él, que con un infinito amor creara todo. Pero
no era su culpa y volvió al principio. Se acordó de la vieja ciudad de Tebas,
De Ur, de Lagash. De la tierra de los dos ríos. Del Tigris y del Éufrates. Del
viejo Gilgamesh que buscó la inmortalidad. De los griegos que supieron alcanzar
el conocimiento. De Egipto que quiso llegar en piedra hasta los cielos. De Roma
que nació casta y murió abrumada por el dolor. Se acordó de la noche de los
siglos medios. Y el despertar. La irrupción de la luz. Las semillas del
conocimiento. Creyó ver en aquellas épocas a un hombre nuevo. Un ser capaz de
crear, como él. De amar, como él. De soñar como él. De liberarse de las
cadenas. De ser libre al fin. Que descubriese la razón de la vida y aceptase a
la muerte. El necesario cambio, la renovación perpetua. El maravilloso ciclo de
la vida, que correría imperturbable y fresca, Y otra vez llegaron los fuegos y
la destrucción. Los gritos interminables de los que morían. Y la opulencia
desenfrenada de unos pocos. Tuvo una larga noche de recuerdos. Y en cada uno se
vio culpable. La noche sin fin había regresado a los hombres. Acallando las
voces, suprimiendo todo atisbo de verdad Nuevamente esclavos de sí mismos.
La mañana siguiente lo encontró muy lejos.
Necesitaba la soledad, no del vacío del espacio. Quería abrazar a la
tierra. A todos. Sentir la fuerza de la naturaleza para darle ánimos. Para
creer, que quizás la víbora dejara en paz a los hombres. Que de algún modo
encontraran el camino. Dejaran de someterse. Rompiesen las invisibles cadenas.
Tocó las piedras bajo el sol intenso del Cairo. En la pirámide más alta
posó sus manos. Trepó piedra a piedra, hasta llegar a la Sima. Sentado allí,
solo invisible, ajeno, miró al mundo. Sintió en cada piedra la vida de quien la
colocara.
Cerró los ojos y en un caleidoscopio brutal y único desfilaron siglos tras
siglos.
Los pueblos se levantaban crecían y eran borrados. Una y otra vez surgían
reyes, déspotas, tiranos. Presenció orgías de sangre. Guerreros, inocentes.
Todos olvidados, cubiertos por las arenas del tiempo. Quizás esa fuese la
respuesta. Dejarlo todo. ¿Pero y el dolor? ¿Y la inocencia? ¿No debería
pagar sus culpas los traidores?
Ya no hacían falta los fuegos. El monstruo estaba libre correteando.
Entonces recordó los signos grabados en la roca. El nombre de un poderoso
Rey. Sus conquistas y posesiones. Las guerras libradas. Y los inmensos
monolitos que guardaban sus facciones. Fue Rey de Reyes. Fue dueño de vidas. Lo
fue todo. Y sus inmensas estatuas fueron destruidas, devoradas por las arenas y
el viento. Demostrando que todo es inevitablemente perecedero. Así (sin que
nadie lo imaginara) dejó a su suerte al mundo. Girando solo en el vacío de los
tiempos. Porrque ya nada estaba en sus manos
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